¡MÁTESE USTED Y VIVIRÁ FELIZ!

Enrique Jardiel Poncela

Mateo Ramos nació con el don de la oratoria , como podía haber nacido con una afección renal. No heredó aquella cualidad, pues sus padres no pudieron dejarle en herencia ni siquiera un cerebro selecto; así es que me sería dificilísimo explicar por qué misteriosas causas Mateo poseía el don de la oratoria.
Pero que lo poseía era indudable. Desde la cuna, la fuerza de su elocuencia se hizo sentir eficazmente a su alrededor. Su llanto al exigir -por ejemplo- el biberón, no era un llanto como el de los demás niños, ese llanto agudo, persistente e irresistible, merced al cual cuantos lo oyen piensan en el rey Herodes con melancólica nostalgia. Su llanto era apremiante, enérgico, electrizante e imperativo, igual que un clarín. Al percibirlo, todos los de la casa se precipitaban como centellas en busca del biberón, y a los pocos segundos Mateo se encontraba con seis biberones distintos para elegir. Su elocuencia empezaba a triunfar. Y siguió triunfando.

En los juegos infantiles le bastaban dos palabras para que todos los juguetes de sus amiguitos pasaran a sus manos.

En el Instituto no se movía la hoja de un árbol ni la hoja de un libro contra la voluntad de Mateo.

Y en la Universidad él llevaba a sus compañeros a la huelga o los encerraba en las aulas con sólo un discursillo de dos o tres minutos.

De suerte que Mateo Ramos, como los churreros avezados, podía ufanarse de mover la masa a su capricho.

Triunfó en la vida. Y fracasó en el amor; porque se esforzó en enamorar a las mujeres intensificando su elocuencia, nunca supo que a las mujeres se las enamora intensificando los besos.

Como todo aquel que fracasa en amor, Mateo se hizo pesimista.

(Es absurdo, pero cuando un hombre ve su amor rechazado por una mujer morena, en lugar de dedicarse a buscar una mujer rubia, que sería lo lógico, se dedica a decir que la vida es una comedia odiosa, la Humanidad una jaula de chacales y la Galvanoplastia una cosa muy importante).

Con su pesimismo a cuestas, Mateo se hizo reconcentrado y hosco; paseaba solo, llamaba idiotas a los vendedores de cacahuetes, pegaba puntapiés a los árboles y sacaba la lengua a las estatuas.

-¡Es un caso perdido! -pensaba yo al verle.

Por aquellos días ocurrió que una sociedad cultural invitó a Mateo a dar una conferencia en sus salones. Mateo accedió. Y declaró que el título de su charla sería este extraño consejo: “¡Mátese usted y vivirá feliz!”.

Me prometí no faltar al acto.

El local rebosaba de público. Había expectación enorme por oír al “rey de la oratoria”, como anunciaban los programas. Cuatro gramófonos esperaban que Mateo empezase a hablar para recoger en sus discos vírgenes cuanto dijese el conferenciante. Diez minutos más tarde el acto comenzaba.

Mateo Ramos prologó su charla asegurando que la vida no merecía la pena ser vivida.

Hizo observar cómo nuestra mayor razón de vivir estriba en crecer y multiplicarse, y construyó unos admirables períodos, demostrando que el crecer era una cosa aburridísima y que el multiplicarse sólo traía consigo dolores y sobresaltos.

Cuando todos estuvimos bien convencidos de que crecer y multiplicarse era una verdadera equivocación, Mateo pasó a estudiar los estímulos que tener los humanos para seguir viviendo. Eran éstos, según él, la riqueza, el poder, la paternidad, el amor, etc., etc.

-La riqueza no se alcanza casi nunca -dijo- y cuando se alcanza nos llena de terror el perderla y nos hacemos duros de corazón.

“El poder sólo lleva consigo angustias y tribulaciones -declaró- y la Muerte acaba con todo poder humano.

“La paternidad -dijo- nunca puede compensarnos del dolor de ver sufrir a los hijos.

Y adujo razones y más razones que fortificaban su tesis con una elocuencia arrebatadora.

Los oyentes estábamos ya hechos polvo. Casi todos llorábamos, muchos gemían a gritos.

-En cuanto al amor .siguió Mateo implacable- es una mentira gigantesca. Al año de habernos muerto la persona que nos adoraba sólo nos recuerda el día de nuestro santo. Y a los cinco años, ni el día de nuestro santo siquiera. ¿Qué nos queda, pues, para ser felices? ¡Nada, señores, nada! Por eso yo me encararía con el Hombre y le diría: “Mátese usted y vivirá feliz”. Por eso, yo...

Todavía la oratoria de Mateo fue derribando el edificio de la felicidad humana. Y su palabra tenía tal poder de sugestión que las personas del público fueron abandonando poco a poco el salón de actos y comenzaron a suicidarse en el vestíbulo.

Cada dos o tres segundos se oía un nuevo tiro.

-¡Ya ha caído otro! -pensaba yo con angustia.

Mateo seguía hablando arrebatadamente, y en el vestíbulo continuaba la racha de suicidios.

Al poco rato sólo yo quedaba en el salón. Intenté resistir a Mateo, pero no pude, y salí al vestíbulo y me tiré por el hueco de la escalera.

* * *

De las quinientas personas que habían compuesto el público de la conferencia, sólo un oficial de ingenieros y yo sobrevivimos después de tres meses de cama.

Como empezaba a fulgir la primavera y como no nos influía ahora la oratoria de Mateo, ambos estábamos encantados de vivir.

Una tarde, mientras merendábamos, alguien nos dio la noticia terrible:

-Mateo Ramos se ha suicidado ayer.

¿También Mateo? Yo no me explicaba aquello. Todo el mundo sabe que el que predica una cosa es siempre el único que no la hace. Los cirujanos no se dejan operar; los farmacéuticos no consienten en tomar ninguna medicina; los cocineros apenas si comen dos o tres fruslerías; los vendedores de aparatos no oyen nunca la radio; y las gallinas no toman huevos fritos.

¿Por qué, pues, Mateo que predicaba el suicidio, se había suicidado?

Me lo explicó al día siguiente el oficial.

-A Mateo -dijo- le ha convencido su propia oratoria. Parece ser que se había comprado los discos de gramófono impresionados con su conferencia. Pues bien; cuando los puso en su gramola y se oyó hablar a sí mismo, la fuerza de su oratoria era tal que Mateo quedó más impresionado aún que los discos y se comió dos kilos de estricnina.

Cierta vez, George fue a un bar sueco que le agradaba, y se sentó en una mesa, dispuesto a pasar una velada de ocio. En la mesa inmediata descubrió una pareja muy elegante y distinguida, el hombre vestido con exquisita corrección y la mujer toda de negro, con un velo que cubría su espléndido rostro y sus alhajas de colores brillantes. Ambos le sonrieron. Apenas se hablaban, como si se conocieran tanto que no tuvieran necesidad de palabras.

Los tres contemplaban la actividad del bar —parejas bebiendo juntas, una mujer bebiendo sola, un hombre en busca de aventuras— y los tres parecían estar pensando en lo mismo. Al cabo de un rato, el hombre atildado inició una conversación con George, que no desperdició la oportunidad de poder observar a la mujer a sus anchas. La encontró aún más bella de lo que le había parecido. Pero en el momento en que esperaba que ella se sumara a la conversación, dijo a su compañero unas pocas palabras, que George no pudo captar, sonrió y se marchó. George se quedó alicaído: se había esfumado el placer de aquella noche. Por añadidura sólo tenía unos pocos dólares y no podía invitar al hombre a beber con él, para descubrir, quizá, algo más acerca de la mujer. Para su sorpresa, fue el hombre quien se volvió hacia él y dijo:

—¿Le importaría tomarse una copa conmigo?

George aceptó. Su conversación pasó de sus experiencias en materia de hoteles en el sur de Francia al reconocimiento por parte de George de que andaba muy mal de fondos. La respuesta del hombre dio a entender que resultaba sumamente fácil conseguir dinero. No aclaró cómo e hizo que George confesara un poco más.

George tenía en común con muchos hombres un defecto: cuando estaba de buen humor le gustaba contar sus hazañas. Y así lo hizo, empleando un lenguaje enrevesado. Insinuó que tan pronto ponía un pie en la calle se le presentaba alguna aventura, y afirmó que nunca andaba escaso de mujeres ni de noches interesantes. Su compañero sonreía y escuchaba. Cuando George hubo terminado de hablar, el hombre dijo:

—Eso era lo que yo esperaba de usted desde el momento en que lo vi. Es usted el hombre que estoy buscando. Me encuentro con un problema tremendamente delicado. Algo único. Ignoro si ha tratado mucho con mujeres difíciles y neuróticas. Pero a juzgar por lo que me ha contado diría que no. Yo sí que he tenido relaciones con esa clase de mujeres. Tal vez las atraigo. En este momento me encuentro en una situación complicada y no sé cómo salir de ella. Necesito su ayuda. Dice usted que le hace falta dinero. Bien, pues yo puedo sugerirle una manera más bien agradable de conseguirlo. Escúcheme con atención: hay una mujer rica y bellísima; en realidad, perfecta. Podría ser amada con devoción por quien ella quisiera y podría casarse con quien se le antojara. Pero por cierto perverso accidente de su naturaleza, sólo gusta de lo desconocido.

—¡A todo el mundo le gusta lo desconocido! —objetó George, pensando inmediatamente en viajes, en encuentros inesperados, en situaciones nuevas.

—No, no en ese sentido. Ella siente interés sólo por hombres a los que nunca haya visto y a los que nunca vuelva a ver. Por un hombre así hace cualquier cosa.

George rabiaba por preguntar si aquella mujer era la que había estado sentada a la mesa con ellos. Pero no se atrevía. El hombre parecía más bien molesto por tener que contar aquella historia pero, al mismo tiempo, parecía sentir un extraño impulso a hacerlo.

—Debo velar por la felicidad de esa mujer —continuó—. Lo daría todo por ella. He dedicado mi vida a satisfacer sus caprichos.

—Comprendo —dijo George—. Yo sería capaz de sentir lo mismo.

—Ahora —concluyó el elegante desconocido—, si usted quiere venir conmigo, quizá pueda resolver sus dificultades financieras por una semana y, de paso, satisfacer su deseo de aventuras.

George se ruborizó de placer. Abandonaron juntos el bar. El hombre llamó un taxi y dio a George cincuenta dólares. Dijo que tenía que vendarle los ojos para que no viera la casa ni la calle a la que iban, puesto que nunca debía repetirse aquella experiencia. George se hallaba presa de la mayor curiosidad, con visiones obsesivas de la mujer que había conocido en el bar, evocando a cada momento su espléndida boca y sus ojos brillantes tras el velo. Lo que le había gustado en particular era el cabello; le agradaba el cabello espeso que gravitaba sobre el rostro como una graciosa carga, olorosa y rica. Era una de sus pasiones.

El trayecto no fue muy largo. Se sometió de buen grado a todo el misterio. Para no llamar la atención del conductor ni del portero, la venda le fue retirada de los ojos antes de apearse del taxi, pero el desconocido había previsto astutamente que el fulgor de las luces de la entrada cegaría a George por completo. No pudo ver nada, salvo luces brillantes y espejos.

Fue conducido a uno de los interiores más suntuosos que había visto en su vida, todo blanco y con espejos, plantas exóticas, exquisito mobiliario tapizado de damasco, y una alfombra tan blanda que no se oían sus pisadas. Se le condujo por una habitación tras otra, todas de tonos distintos, con espejos, de tal modo que perdió por completo el sentido de la perspectiva. Por fin llegaron al último cuarto, George enmudeció por la sorpresa.

Estaba en un dormitorio con una cama con dosel, puesta sobre un estrado. Había pieles por el suelo, vaporosas y blancas cortinas en las ventanas, y espejos, más espejos. Le satisfacía poder producir tantas repeticiones de sí mismo, infinitas reproducciones de un hombre apuesto a quien el misterio de la situación había conferido un fulgor de expectación y viveza que nunca había conocido. ¿Qué significaba aquello? No tuvo tiempo de preguntárselo. La mujer del bar entró en la habitación, y nada más aparecer, el hombre que había conducido a George a aquel lugar se desvaneció.

Se había cambiado de vestido. Llevaba una llamativa túnica de raso que dejaba al descubierto sus hombros y quedaba sostenida por un volante fruncido. George experimentó el deseo de que, a un gesto suyo, el vestido cayera, se deslizara como una reluciente vaina y dejara aparecer su piel brillante, luminosa y tan suave al tacto como el raso. Tuvo que contenerse. Aún no podía creer que aquella hermosa mujer estuviera ofreciéndose a él, un completo extraño. Llegó a sentirse tímido. ¿Qué esperaba de él? ¿Cuál era su propósito? ¿Acaso tenía un deseo insatisfecho? Disponía de una sola noche para ofrecerle todos sus dones de amante. Nunca volvería a verla. ¿Daría tal vez con el secreto de su naturaleza y la poseería en más de una ocasión? Se preguntaba cuántos habrían ido a aquella habitación.

Era extraordinariamente hermosa, con algo de raso y terciopelo en su persona. Sus ojos eran obscuros y húmedos, su boca refulgía, su piel reflejaba la luz. Su cuerpo, perfectamente proporcionado, combinaba las líneas incisivas de una mujer delgada y una provocativa madurez. Tenía cintura estrecha, lo que realzaba la prominencia de sus senos. Su espalda era la de una bailarina, y cada ondulación ponía de manifiesto la opulencia de sus caderas. Sonreía. Su boca, entreabierta, era delicada y plena. George se le acercó y apoyó sus labios en aquellos hombros desnudos. Nada podía ser más suave que su piel. ¡Qué tentación de tirar del frágil vestido desde esos hombros y dejar al descubierto los pechos, tensos bajo el raso! ¡Qué tentación de desnudarla inmediatamente!
Pero George sintió que aquella mujer no podía ser tratada de manera tan sumaria, que requería sutileza y habilidad. Nunca había meditado tanto cada uno de sus gestos, nunca les había conferido tanto sentido artístico. Parecía decidido a un largo asedio, y como ella no daba señales de urgencia, se demoró sobre los hombros desnudos, inhalando el tenue y maravilloso olor que desprendía aquel cuerpo.

Hubiera podido tomarla allí y en aquel momento, tan poderoso era el encanto que exhalaba, pero primero quería que ella hiciera una señal, que se mostrara activa, y no blanda y flexible como la cera bajo sus dedos. La mujer parecía sorprendentemente fría y dócil, como si no sintiera nada. No había un solo estremecimiento en su piel; su boca se había abierto, dispuesta a besar, pero no respondía. Permanecieron de pie junto a la cama, sin hablar. George recorrió con sus manos las satinadas curvas de aquel cuerpo, como para familiarizarse con él. Ella se mantuvo inmóvil. A medida que la besaba y la acariciaba, George se dejó caer lentamente de rodillas. Sus dedos advirtieron la desnudez bajo el vestido. La condujo a la cama; ella se sentó. George le quitó las zapatillas y le sostuvo los pies entre sus manos.

Le sonrió, cariñosa e invitadora. El le besó los pies, y sus manos se introdujeron bajo los pliegues del largo vestido y remontaron las suaves piernas hasta los muslos. Abandonó sus pies a las manos de George, que ahora los mantenía apretados contra su pecho, mientras sus manos acariciaban las piernas. Si la piel era fina en ellas, ¿qué no sería cerca del sexo, donde siempre es más suave? Pero ella tenía los muslos apretados, y George no pudo continuar su exploración. Se puso en pie y se inclinó para besarla. Ella se recostó y, al echarse hacia atrás, sus piernas se abrieron ligeramente.

George le paseó las manos por todo el cuerpo, como para inflamar hasta el último rincón con su contacto, acariciándola de nuevo desde los hombros hasta los pies antes de intentar deslizar la mano entre sus piernas, que se abrieron un poco más, hasta permitirle llegar muy cerca del sexo. Los besos de George revolvieron el cabello de la mujer; su vestido había resbalado de los hombros y descubría en parte los senos. Se lo acabó de bajar con la boca, revelando los pechos que esperaba: tentadores, turgentes y de la mas fina piel, con pezones rosados como los de una adolescente.

Su complacencia le incitó casi a hacerle daño para excitarla de alguna forma. Las caricias le afectaban a él, pero no a ella. El dedo de George halló un sexo frío y suave, obediente, pero sin vibraciones. George empezó a creer que el misterio de aquella mujer radicaba en su incapacidad para ser excitada. Pero no era posible. Su cuerpo prometía tanta sensualidad; la piel era tan sensible, tan plena su boca. Era imposible que no pudiera gozar. Ahora la acariciaba sin pausa, como en sueños, como si no tuviera prisa, aguardando a que la llama prendiera en ella. Los espejos que los rodeaban repetían la imagen de la mujer yacente, con el vestido caído de sus pechos, sus hermosos pies descalzos colgando de la cama y sus piernas ligeramente separadas bajo la ropa.

Tenía que arrancarle el vestido del todo, acostarse en la cama con ella y sentir su cuerpo entero contra el suyo. Empezó a tirar del vestido y ella le ayudó. Su cuerpo emergió como el de Venus surgiendo del mar. La levantó para que pudiera tenderse por completo en el lecho y no dejó de besar todos los rincones de su piel. Entonces sucedió algo extraño. Cuando se inclinó para regalar sus ojos con la belleza de aquel sexo y su color sonrosado, ella se estremeció, y George casi gritó de alegría.

—Quítate la ropa —murmuró ella.

Se desvistió. Desnudo, sabía cuál era su poder. Se sentía mejor desnudo que vestido, pues había sido atleta, nadador, excursionista y escalador. Supo que podía gustarle. Ella le miró. ¿Se sentía complacida? Cuando se inclinó sobre ella, ¿se mostró más receptiva? No podía afirmarlo. Ahora la deseaba tanto que no podía aguardar más, quería tocarla con el extremo de su sexo, pero ella le detuvo. Antes quería besar y acariciar aquel miembro. Se entregó a la tarea con tal entusiasmo, que George se encontró con sus nalgas junto a la cara y en condiciones de besarla y acariciarla a placer.

George fue presa del deseo de explorar y tocar todos los rincones de aquel cuerpo. Separó la abertura del sexo con dos dedos y regaló sus ojos con el fulgor de la piel, el delicado fluir de la miel y el vello rizándose en torno a sus dedos. Su boca se tornó cada vez más ávida, como si se hubiera convertido en un órgano sexual autónomo capaz de gozar tanto de la mujer que si hubiera continuado lamiendo su carne hubiera alcanzado un placer absolutamente desconocido. Cuando la mordió, experimentando una sensación deliciosa, notó de nuevo que a ella la recorría un estremecimiento de placer. La apartó de su miembro a la fuerza por miedo a que pudiera obtener todo el placer limitándose a besarlo y a quedarse sin penetrarla. Era como si el gusto de la carne los volviera a ambos hambrientos. Y ahora sus bocas se mezclaban, buscándose las inquietas lenguas.

La sangre de la mujer ardía. Por fin, la lentitud de George parecía haber conseguido algo. Sus ojos brillaban intensamente y su boca no podía abandonar el cuerpo de su compañero. Entonces la tomó, pues se le ofrecía abriéndose la vulva con sus adorables dedos, como si ya no pudiera esperar más. Aun entonces suspendieron su placer, y ella sintió a George con absoluta calma.

Pero al momento señaló el espejo y dijo riendo:

—Mira, parece como si no estuviéramos haciendo el amor; como si yo estuviera sentada en tus rodillas, y tú, bribón, has estado todo el tiempo dentro de mí, e incluso te estremeces. ¡Ah, no puedo soportar más esta ficción de que no tengo nada dentro! Me está ardiendo. ¡Muévete ya, muévete!

Se arrojó sobre él, de modo que pudiera girar en torno al miembro erecto, y de esta danza erótica obtuvo un placer que la hizo gritar. Al mismo tiempo, un relámpago de éxtasis estallaba en el cuerpo de George. Pese a la intensidad de su amor, cuando George se marchó ella no le preguntó su nombre ni le pidió que volviera. Le dio un ligero beso en sus labios, casi doloridos, y le despidió. Durante meses, el recuerdo de aquella noche le obsesionó y no pudo repetir la experiencia con ninguna otra mujer.

Un día se encontró con un amigo que acababa de cobrar unos artículos y lo invitó a beber. Contó a George la increíble historia de una escena de la que había sido testigo. Estaba gastándose pródigamente el dinero en un bar, cuando un hombre muy distinguido se le acercó y le sugirió un agradable pasatiempo: observar una magnífica escena de amor, y como el amigo de George era un voyeur redomado, aceptó la sugerencia inmediatamente. Fue conducido a una misteriosa casa, a un apartamento suntuoso, y recluido en una habitación obscura desde donde pudo contemplar cómo una ninfómana hacía el amor con un hombre especialmente dotado y potente.

A George le dio un vuelco el corazón.

—Descríbeme a esa mujer —pidió.

El amigo describió a la mujer con la que George había hecho el amor, incluido el vestido de raso. Describió también la cama con dosel, los espejos: todo. El amigo de George había pagado cien dólares por el espectáculo, pero había valido la pena y había durado horas. ¡Pobre George! Durante meses prescindió de las mujeres. No podía creer tamaña perfidia, tamaña farsa. Le obsesionaba la idea de que las que lo invitaban a sus apartamentos tenían escondido tras una cortina algún espectador.



Anaïs Nin

CONCURSO DE SONETOS

Café con Pólvora convoca el I Concurso de Sonetos "Polvorín". Podrán concurrir a él todas las personas e instituciones que lo deseen, sin distinción de raza, credo, sexo, situación económica, sentimental, etc.
El tema, por esta vez, será libre, y cada concursante podrá presentar cuántos sonetos crea oportuno. ¿Que no sabe cuál es la métrica del soneto? Pues lo mira usted en Wikipedia que aquí no estamos para minucias.
Cada soneto deberá presentarse bajo pseudónimo y su autor lo pondrá como comentario a esta convocatoria.
Un jurado de ilustres desconocidos en el mundo de las letras universales votará entre los sonetos recibidos el que más le guste o el que le dé la gana, que para eso es el jurado.
El ganador recibirá "El polvorín de chocolate", que es como un polvorón pero en chiquitín.
El plazo termina cuando al jurado le parezca bien, que dependerá de la cantidad de orujo, ron, café con leche y churros que se hayan echado al coleto.
No se admiten reclamaciones. Pero se admiten sobornos.


Teacher:

- Pepito, can you tell me the name of 3 great kings who have brought happiness and peace into people's lives?


Pepito answered:

- Drin-king, smo-king, and fuc-king.


Y Pepito comenzó a relatar la verídica Historia del Reino.


Cuento:

The three great kings

El rey Drin fue el primero. Su reinado, consagrado a Dionisos, permitió que sus súbditos se sintieran más relajados y proclives a la fantasía y a conquistar nuevos mundos, particularmente aquellos ocultos y prohibidos. Su hijo favorito fue Fuc.

El reinado del rey Fuc, que fue protegido por la diosa Afrodita, fue largo y pródigo en toda clase de beneficios para los habitantes de aquel reino, multiplicándose extraordinariamente el número de los súbditos. Y aunque las arcas reales quedaron algo vaciadas al principio de su reinado, por el escaso afán hacia el trabajo de todos ellos -que preferían holgar por los pajares más que perder el tiempo en asuntos crematísticos-, lo cierto es que llegaron a alcanzar gran fama entre los pueblos vecinos por sus acrobacias y desenvolvimientos gimnásticos, siendo afanosamente buscados por los habitantes de los otros reinos cuando se trataba de discernir sobre asuntos concernientes al tálamo, con el incremento en los ingresos reales en razón de dotes y mercaderíos que tal fama llevó consigo, pues allí donde llegaban noticias de las proezas de los expertos súbditos del rey Fuc, todos pujaban por conseguir un buen trato con alguno de ellos.

Al rey Fuc le siguió su hijo, el rey Smoc. Nadie creyó que así sería, pero poco a poco se fue imponiendo sobre sus hermanos con artes un tanto dudosas. Efectivamente, empezó a generalizarse en aquel reino una costumbre curiosa: envolverse en humos tras finalizar los ejercicios gimnásticos que tanta fama les había dado. Lo cierto es que para entonces ya todos los habitantes estaban exhaustos, y solo eran capaces de adorar a un pequeño diosecillo que consideraban guardián eterno de la paz. Se trataba de un objeto cilíndrico que construían a partir de ciertas hojas secas y que echaba fuego por su punta cuando era llevado a la boca y aspirado con fruición. Algunos historiadores de prestigio consideran hoy que tal objeto vino a sustituir simbólicamente al original que tanta fama había dado al reinado del rey Fuc. Y así empezó la decadencia...


Serenata

Como el andoba del tambor no ha tenido el éxito esperado, quizás rondando con unos mariachis...


PROEMIO
Voy a contar una de las famosas historias en las que el genio de
Sherlock Holmes se mostró más esplendoroso.
Tan esplendoroso, que en esta ocasión Holmes no tuvo necesidad de
moverse de su pisito de Baker Street para dar con la solución del
enigma que le presentó míster Horacio Craig, de Ceilán.
Verán ustedes canela.





HOLMES AVERIGUA QUIEN ES CRAIG
A las siete en punto de la tarde, cuando los primeros voceadores del
Worker se refugiaban en los bares de Upper Tames Street a jugar al
marro, Sherlock Holmes me llamó a su habitación.
Comparecí rápidamente, suponiendo que sucedía algo grave; y, en
efecto, el problema era de alivio: Sherlock se había roto en seis
trozos los cordones de sus zapatos.
Durante varios minutos le ayudé a luchar contra el Destino, pero
ambos fracasamos visiblemente, y, de no haber acudido la señora
Padmore en nuestro auxilio, brindándonos la brillante idea de pegar el
zapato al calcetín, es posible que Sherlock no hubiera figurado nunca
en el tomo de la H de la Enciclopedia Espasa, donde, como se sabe,
no figura.
Se retiraba la señora Padmore hacia el pasillo, cuando se abrió de
súbito una de las ventanas y un personaje ignoto irrumpió en la
estancia, como irrumpen los clavos en la tela de los pantalones el día
que estrenamos traje. Era un caballero de unos cincuenta años
bisiestos, con aire de perro de trineo.
Nada más entrar, gritó con voz fuerte y derrumbándose en un sillón:
—¡Soy Craig!
Y agregó, ya más débilmente:
—¡Soy Craig!
Y dijo, por fin, con acento desfallecido:
—Soy Craig, señor Holmes... Soy Craig. Craig. ¿Sabe usted? Craig...
A continuación se puso amarillo, luego verde, luego morado, y,
desplomándose del todo, se desmayó lo mejor que pudo.
Holmes me cogió por un brazo, señaló al visitante, y me dijo
gravemente:
—Harry... Este señor es Craig.
Pero la cosa no me extrañó en modo alguno; estaba yo muy
habituado a la continua perspicacia de Sherlock.





TRABAJOS ARQUEOLÓGICOS
El maestro añadió después:
—Acércame el tablero del ajedrez, Harry. Vamos a echar una partidita
para esperar sin aburrirnos a que vuelva en sí míster Craig.
Obedecí con cierto temblor nervioso, ya que la sangre fría de
Sherlock siempre me producía una emoción indescriptible. Jugamos
tres partidas, las cuales ganó Holmes, como siempre, pues su
extraordinaria habilidad manual le permitía cambiar las fichas de
casilla cuando le daba la gana sin que nadie lo advirtiese, y yo me
armaba unos líos como para nombrar abogado y pegarme después un
tiro, que es lo que hace la gente en esos casos.
Al final de la partida número tres, Craig se decidió, por fin, a volver
del desvanecimiento, y fue entonces cuando Holmes se sepultó en su
diván favorito, cerró los ojos y exclamó:
—Hable usted, míster Craig. Espero el relato de los tremendos
acontecimientos que le hacen acudir a mi auxilio.
Y Horacio Craig, con voz de barítono rumano, contó lo siguiente:
—Como usted sabe, señor Holmes, desde los primeros balbuceos
infantiles he dedicado mi vida al estudio del arte y de la civilización
egipcios. Conozco aquel país mejor que los cocodrilos, y mi
entusiasmo de egiptólogo es tan intenso, que me hablan de un faraón
nuevo y engordo once kilos. Toda Inglaterra, y casi todo el mundo,
conoce al dedillo los viajes que he llevado a cabo por el Bajo Egipto,
el Alto Egipto y la provincia de Gerona. He ido desde...
—Suprima los detalles kilométricos y cíñase al asunto —le
interrumpió Holmes.
—Dice usted bien; me ceñiré como un "kalasiri" —replicó Craig—.
Pues es el caso que en uno de estos viajes, el año de gracia de mil
novecientos trece, descubrí al pie de la Esfinge, y según se va a mano
derecha, una antiquísima "mastaba", y de ella, cual muela putrefacta,
extraje una momia magnífica, aunque indudablemente polvorienta.
Era, según mis cálculos, la momia de Ramsés Trece, de la veintiuna
dinastía, piso segundo. Con la natural alegría y unas parihuelas,
transporté aquí, a Londres, la momia, y desde entonces se halla en la
sala sexta del Museo egiptológico que lleva mi nombre.
—El Craig Museum, situado en el treinta y nueve de Wellington Street
—dije yo, para que se viera que poseía cierta cultura.
—Eso es —aprobó Craig con un golpe de tos que le obligó a comerse
el puro que estaba fumando.
Y así que hubo digerido el puro, continuó:



LOS CRÍMENES VESPERTINOS
—Nada anormal ha ocurrido en todos esos años, hasta hace dos
meses. Pero desde dos meses a esta parte, señor Holmes, están
sucediendo tales cosas, relacionadas con la momia, que no he
perdido la razón porque la llevo atada con un bramante.
—¿Qué cosas son ésas? —inquirió Sherlock lanzando una bocanada
de humo a veintitrés yardas de distancia.
—Sencillamente: que el espíritu de la momia ronda mi casa; se me
aparece por las noches, toca la "Danza macabra" en mi piano y hasta
se fríe huevos en mi propia cocina. Aun cuando esto es terrible y me
obliga a pagar cuentas de gas crecidísimas, no osaría molestar a
usted si no fuera porque la momia ha ido más allá.
—¿Y eso? ¿Es que ha empezado a freírse patatas?
—No, señor Holmes, sino que asesina por las tardes a los conserjes
del Museo que se hallan de servicio en la sala sexta.
—¿Que los asesina? ¿La momia?
—Sí, señor. Tiene que ser la momia, porque los conserjes fallecen
envenenados con el jugo de una planta: la conocida con el nombre de
"pastichuela romagueris egipciae", y esta planta sólo crece en Egipto,
pues en cualquier otro lugar se lo prohibirían las autoridades. Es
necesario que tan terrible situación concluya. Es preciso que usted
me ayude a resolver el misterio que...
Holmes hizo un gesto tajante, y exclamó:
—Váyase a hacer gimnasia al pasillo con Harry. Necesito meditar. Ya
les llamaré cuando haya acabado.
Y sin más explicaciones, Sherlock nos dio dos puntapiés, nos echó al
pasillo y se sentó a meditar envuelto en humo. Nosotros le
observamos por el ojo de la cerradura, que, por feliz casualidad,
atravesaba la puerta de parte a parte.



SHERLOCK LO DESCUBRE TODO
Pasaron seis horas largas como túneles suizos, hasta que oímos una
especie de gruñido de foca; era que Sherlock nos llamaba. Entramos,
y el maestro exclamó:
—Todo está ya resuelto. Hoy no necesito moverme de casa para
explicar el fenómeno planteado. Vengan ustedes...
Y echó a andar pasillo adelante, seguido por Craig y por mí. Holmes
se detuvo de pronto delante de una puerta cerrada, que yo mismo
ignoraba a dónde conducía, abrió la puerta con un abrelatas, según la
vieja costumbre de los ladrones de hoteles, y, encendiendo una
lámpara eléctrica, entró y nos hizo entrar.
Un cuadro verdaderamente cubista se ofreció a nuestros ojos. La
estancia aquella era, ni más ni menos, un museo arqueológico.
Grandes esqueletos, multitud de cacharros y utensilios históricos e
infinidad de momias de todas las épocas llenaban los ámbitos. Los
tres esqueletos del almirante Nelson (el esqueleto de Nelson a los
once años, a los veinte y a los treinta y dos) constituían por sí solos
un tesoro incalculable.
Holmes se detuvo ante una momia egipcia, y habló así:
—Este problema era, al parecer, tan absurdo como la persecución a
tiros de un "jockey" por los muelles del Támesis. Sin embargo, como
yo tengo un cerebro maravilloso, unas horas de meditación me han
bastado para resolverlo. El misterio está, señor Craig, en que todas
las momias, y, por tanto, también la de Ramsés Trece, son
analfabetas.
—¿Analfabetas? —dijo Craig.
—Completamente analfabetas. Verán ustedes...
Y diciendo y haciendo, puso ante el rostro de la momia que teníamos
delante un ejemplar abierto del Red Magazine. Efectivamente, la
momia no leyó ni una línea.
—¿Se convencen ustedes? —exclamó Holmes triunfalmente—. Las
momias son analfabetas. Ahora bien, señor Craig, ¿de qué color son
los uniformes que llevan los conserjes del Museo?
—Negros —repuso Craig.
—¿Y todavía no adivina? ¿No cae usted en que a todo analfabeto "le
estorba lo negro"? Por eso la momia de usted, analfabeta perdida,
mata a los conserjes y seguirá matándolos inexorablemente si todo
continuara allí igual. Pero vista usted a los conserjes del Museo de
blanco o de color barquillo, y verá cómo nada volverá a suceder. Ni
siquiera se le aparecerá a usted el espíritu de la momia, porque no
tendrá necesidad de demostrarle a usted su enojo. Y ahora,
permítame que me retire a mi despacho, puesto que mis servicios ya



no le son necesarios. Tengo que llenar mi estilográfica y el tiempo
apremia.
Y Sherlock Holmes se alejó por el pasillo, dejándonos a Craig y a mí
conmocionados por la sorpresa y por la admiración.




Enrique Jardiel Poncela.

Trajes

Nadie se sorprende lo más mínimo cuando ve a un niño vestido de marinero para hacer su Primera Comunión. Pero sospecho que mucha gente sí que se sorprendería, y mucho, si viera a un niño vestido de cabo primero de Artillería.

Fábula

La zorra cuando no pudo conseguir las uvas, se conformó diciendo que estaban verdes. Nosotros, cuando no nos dejan conseguir las uvas, nos conformamos con que nos digan que están verdes.

El Hombre del 600






divermica eclecsia mastering

Ha nacido un nuevo grupo de musica electronica, divermica eclecsia mastering (d.e.m.). Han colgado sus tres primeros temas en myspace: Mas alto - un tema tipo electro, Acercate - ligeramente club o Estrategia v1.0 - en momentos trance. Ninguno de los tres dentro totalmente de ninguno de estos estilos, ya que ninguno de los componentes esta totalmente identificado en esos estilos. Ellos crean y surge, y lo que surge es eclectico. No hacen electronica al mas puro estilo electronico, sino que utilizan los instrumentos electronicos para componer lo que salga, como lo harian con un piano, un grupo de rock o una orquesta. Por eso no estan encasillados, aunque tambien es verdad que estan en el camino de la busqueda de un sonido propio. Pasaros a escuchar con calma, y comentad amigos del cafe.
http://www.myspace.com/divermicaeclecsiamastering

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