Sabían aquellos poseedores del fuego que su sagrado valor era anhelado por todos los habitantes de la Tierra. Sabían que vendrían gentes desde territorios muy lejanos con el ánimo de persuadirles para que se lo dejaran llevar y que, ávidos como estaban del dorado sol que fulguraba ante sus ojos, estarían dispuestos a ofrecerles las mayores riquezas del mundo. Y también sabían que la fama del divino tesoro había llegado hasta aquellas lejanísimas montañas en las que se refugiaban los señores de la guerra cada vez que se disponían a disfrutar los botines de sus razzias, y que esos señores de la noche querían poseer el poder fulgurante del rayo. Sabian, por todo ello, que la sagrada luz que les pertenecía iba a iluminar solo brevemente sus rostros y que, más tarde o más temprano, les sería arrebatada para siempre. Tenían que ser rápidos, inventar algo, algo magnífico que les diera el verdadero poder y que hiciera arrodillarse ante su magnificencia a todos cuantos vendrían a robarles la luz.
Se pusieron en círiculo alrededor de la divina luminaria que los calentaba, cogieron sus manos, cerraron los ojos y después de un breve tiempo empezaron a moverse. Se sorprendieron cuando escucharon aquello que salía de sus bocas, aquello que llegaba a sus corazones. Los ruiseñores allá fuera callaron por un momento. Siguieron dejando que sus almas se derramaran poco a poco por su garganta, sorprendidos por aquello que estaban escuchando y que no les pertenecía hasta ese momento. Y allí estuvieron durante horas. Al final una bella señora cegó sus ojos cuando los abrieron.
Se pusieron en círiculo alrededor de la divina luminaria que los calentaba, cogieron sus manos, cerraron los ojos y después de un breve tiempo empezaron a moverse. Se sorprendieron cuando escucharon aquello que salía de sus bocas, aquello que llegaba a sus corazones. Los ruiseñores allá fuera callaron por un momento. Siguieron dejando que sus almas se derramaran poco a poco por su garganta, sorprendidos por aquello que estaban escuchando y que no les pertenecía hasta ese momento. Y allí estuvieron durante horas. Al final una bella señora cegó sus ojos cuando los abrieron.
Etiquetas: Cuentos
Entrada más reciente Entrada antigua Inicio
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Cafe au lait dijo...
¡Vaya; por fin entiendo que es la música!
1 de abril de 2008, 23:34
Luis Aifer dijo...
Y tu quien eres?
2 de abril de 2008, 2:59
Cafe au lait dijo...
El Diablo Cojuelo, volandero y perspicaz
2 de abril de 2008, 15:52
Luis Aifer dijo...
Ah! rufian que te ocultas porque no tienes el rostro que deseas. Pidemelo! y solo te cobrare tu alma.
3 de abril de 2008, 1:15
Cafe au lait dijo...
¡Non fotis! Que luego me miro en el espejo y ya sabes lo del Dorian...
4 de abril de 2008, 18:51
Cafe au lait dijo...
El guardián del fuego volvió su rostro y entonces encontró un nuevo espacio luminoso, más allá de las estrellas. Y comnzó a escucharlo.
6 de abril de 2008, 12:07
Cafe au lait dijo...
Y escuchó ... Y miraba al fuego, que oscilaba.. Y miraba a las estrellas, y oscilaban, pequeñitas.
Y comenzó a darse cuenta, pues lo sentía dentro, que las estrellas eran hijas del fuego.
Entonces, el guardián comenzó a llorar suavemente una noche; sentía que una estrella templaba la noche..
6 de abril de 2008, 19:21